Por Luis Vázquez* | Este 24 de marzo se conmemora una vez más el Día Nacional de la Memoria, por la Verdad y la Justicia, en el cual cientos de miles de ciudadanos/as argentinos/as saldrán a las calles para recordar lo sucedido hace 43 años atrás y reclamar por justicia para sus familiares desaparecidos, los/as niños/as apropiados/as y los sobrevivientes a la feroz represión ejercida por el Terrorismo de Estado durante aquellos años de plomo en Argentina.
La emergencia fuerte y dolorosa del Movimiento de Derechos Humanos en los albores de la última dictadura cívico-militar argentina, significó un antes y un después en la historia reciente de nuestro país, signado por múltiples asonadas militares que desde el año 1930 habían interrumpido el funcionamiento de nuestras instituciones democráticas, pero que para el conjunto de la sociedad civil de la época, no presagiaba la gravedad de lo que estaba por suceder con la el plan sistemático de contrainsurgencia a implementar en el país.
Independientemente de las múltiples lecturas que se podrían realizar sobre las organizaciones político-militares de “liberación” surgidas a finales de 1960 y principios de 1970 en todo el subcontinente latinoamericano, enmarcadas precisamente en los procesos de liberación social-nacional de la época y que tenían como paradigma a la Revolución Cubana de 1959, el carácter de los golpes de Estado que operarían como respuesta contrainsurgente a dichos procesos y al progresivo fortalecimiento del Movimiento Obrero en sus distintas vertientes a nivel global, mostró uno de los rostros más violentos de la recomposición del sistema capitalista mundial con el fin no sólo de detener dichas dinámicas, sino de revertirlas en pos de la financierización de dicho sistema.
De esta manera, si tenemos en cuenta la configuración del sistema-mundo capitalista con sus múltiples centros y periferias, la crisis sistémica acaecida dentro del sistema hacia principios de la década de 1970 con la finalización de los así llamados “30 años dorados”, cuyo centro se encontrara en la suba de los precios del petróleo crudo gracias a la cartelización de los países que conformaban en ese entonces la OPEP (la famosa Crisis del Petróleo de 1973) y asimismo el progresivo estancamiento de las economías centrales que aplicaban políticas keynesianas de equilibrio capital-trabajo, llevó a la inmediata recomposición de las fuerzas del capital concentrado con el fin de recuperar la tasa global de ganancia que decrecía fuertemente para aquel entonces.
Esta ofensiva económica, política y cultural global del gran capital trasnacional, tuvo como laboratorios en primera instancia a los países periféricos, comenzando en Chile con el golpe cívico-militar dirigido contra el gobierno de Salvador Allende en 1973 y siguiendo con posterioridad en Argentina durante 1976, instalando en el poder una Junta Militar que llevaría adelante el ya conocido Proceso de Reorganización Nacional centrado en el famoso “Programa de Recuperación, Saneamiento y Expansión de la Economía Argentina”, implementado por el superministro de la cartera de Economía de la Nación, José Martínez de Hoz.
Desde el “Programa de Desarrollo Económico” (más conocido como El Ladrillo), implementado en Chile por aquellos Chicago Boys provenientes de la Universidad Católica de Chile hasta el anterior programa de reformas llevado a cabo en Argentina, la planificación de la contrainsurgencia en toda América Latina y el Caribe así como el proceso ofensivo dirigido contra el sistema socialista mundial, que para mediados de la década de 1970 incluía cerca del 35 % de la población mundial (y cuya influencia geopolítica llegaba a un 19 % más de dicha población), tuvo un progresivo éxito en lo político, lo militar, lo económico y lo cultural, teniendo su salto cualitativo en la elección de Margaret Thatcher como Primera Ministra del Reino Unido durante 1979 y de Ronald Reagan como Presidente de los Estados Unidos de América (EUA) en 1981.
Es así que en el contexto de la derrota de EUA en Vietnam y ante el último proceso de descolonización en países lusófonos como Mozambique o Angola y con una cabeza de playa pro-socialista en la propia Europa Mediterránea gracias a la ya conocida Revolución de los Claveles en Portugal, los golpes de Estado decimonónicos en América Latina y el Caribe fueron utilizados como una instancia central en las estrategias continentales para detener la expansión del socialismo, enmarcados en lo que con el tiempo se dio a conocer como Plan u Operación Cóndor, comandado principalmente por la ya triste célebre Escuela de las Américas: el saldo de víctimas producidas entre combatientes, civiles no combatientes y represaliados por el Terrorismo de Estado en América Latina, se calcula en aproximadamente 50.000 asesinatos, más de 30.000 desaparecidos y cerca de 400.000 encarcelados.
Desde la fundación de la Sociedad Mont Pelerin en 1947 hasta la aparición de la Comisión Internacional para la Paz y la Prosperidad (más conocida como Comisión Trilateral) en el contexto internacional de 1973, la recomposición del pensamiento y de la acción propiamente liberal se redefinió en un tipo de paradigma que con el tiempo sería conocido como neoliberalismo: es en ese proceso estratégico donde la alianza entre intelectuales liberales y grandes corporaciones globales, llevó al desarrollo y hegemonía del neoliberalismo político, económico y social, que sería calificado de totalitario por economistas como Franz Hinkelammert (ligado a la teología de la liberación en nuestra región).
La ligazón entre las dictaduras cívico-militares, sus violaciones a los derechos civiles más básicos de la población y sus programas de reformas económicas liberalizadoras, requerían no sólo de la desregulación de los mercados, sino de la transformación del Estado, el disciplinamiento del Movimiento Obrero y la eliminación de todo proceso insurgente de tipo político-militar en nuestros países, para de esta manera reestructurar con el menor riesgo posible la economía y poder restablecer mecanismos de mercado que elevaran la rentabilidad del capital: la salida de la crisis orgánica del sistema sería autoritaria en distintos grados o el viraje hacia alguna forma de gobierno popular y socialista triunfaría, en el ya binario marco de la Guerra Fría.
Para comprender un poco más esta realidad, escuchemos al geógrafo David Harvey en su libro Breve historia del neoliberalismo (2007), quien describe así a dicha doctrina:
“El neoliberalismo es, ante todo, una teoría de prácticas político-económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano, consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo, dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada, fuertes mercados libres y libertad de comercio. El papel del Estado es crear y preservar el marco institucional apropiado para el desarrollo de estas prácticas (…) Igualmente, debe disponer las funciones y estructuras militares, defensivas, policiales y legales que son necesarias para asegurar los derechos de propiedad privada y garantizar, en caso necesario mediante el uso de la fuerza, el correcto funcionamiento de los mercados. Por otro lado, en aquellas áreas en las que no existe mercado (como la tierra, el agua, la educación, la atención sanitaria, la seguridad social o la contaminación medioambiental), éste debe ser creado, cuando sea necesario, mediante la acción estatal. Pero el Estado no debe aventurarse más allá de lo que prescriban estas tareas. La intervención estatal en los mercados (una vez creados) debe ser mínima porque, de acuerdo con esta teoría, el Estado no puede en modo alguno obtener la información necesaria para anticiparse a las señales del mercado (los precios) y porque es inevitable que poderosos grupos de interés distorsionen y condicionen estas intervenciones estatales (en particular en los sistemas democráticos) atendiendo a su propio beneficio.” (Harvey, 2007: 6-7)
La utopía neoliberal es claramente una utopía del mercado total, que a diferencia de las utopías revolucionarias liberales, socialistas y comunistas del siglo XIX, quiere invadir mercantilmente todas las dimensiones de la vida humana y de la naturaleza, para que entren en las dinámicas de eficiencia que ofrecen los automatismos de mercado, al precio aún de una dictadura o de lo que uno de sus ideólogos definiera como democracia limitada. Escuchemos a Friedrich von Hayek, uno de sus intelectuales más consabidos, y comprenderemos la matriz de lo que sucediera en América Latina durante la década de 1970 y principios de 1980:
“…estoy totalmente en contra de las dictaduras, como instituciones a largo plazo. Pero una dictadura puede ser un sistema necesario para un período de transición. A veces es necesario que un país tenga, por un tiempo, una u otra forma de poder dictatorial. Como usted comprenderá, es posible que un dictador pueda gobernar de manera liberal. Y también es posible para una democracia el gobernar con una total falta de liberalismo. Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un Gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente… Desafortunadamente, en estos tiempos las democracias están concediendo demasiado poder al Estado. Esta es la razón por la cual soy muy cuidadoso de distinguir entre ‘democracias limitadas’ y ‘democracias ilimitadas’. Y obviamente mi elección es por las democracias limitadas.” (Hayek en El Mercurio, 12-4-1981)
De esta manera, no es de extrañar lo que sucediera en nuestro país a partir del 24 de marzo de 1976 y de cómo esta realidad aún nos marca, se podría decir, nos condiciona aún en pleno siglo XXI, ya que no hemos podido salir de esta matriz económica y de la ortodoxia neoliberal que se inaugurara a fuerza de muertes, desapariciones, niños/as apropiados/as, exilio y el fortalecimiento de una dictadura basada en el poder del que fuera por entonces el Partido Militar: los crímenes de lesa humanidad como crímenes no prescriptibles nos señalan la historia de una manera irrepetible y también nos invitan a repensar el fantasma que se esconde detrás de tales procesos, a saber el capital como fuerza autómata e indómita que cosifica la vida humana en sus propias contradicciones irresolubles.
Independientemente que la violación de Derechos Humanos no es un rasgo privativo del sistema capitalista, ya que durante la existencia de los así llamados “socialismos reales” en el siglo XX (que tuvieran su final con la Caída del Muro de Berlín en 1989) la violación de derechos civiles y políticos también fue moneda corriente, lo cierto es que las particularidades sucedidas en nuestro continente y el vínculo entre proyectos provenientes de distintas extracciones teóricas, políticas y sociales, se conjugaron para lograr la reestructuración del sistema capitalista en la región bajo parámetros donde la represión estatal y la articulación del Terrorismo de Estado llegaran a ser necesarios, de manera que los adversarios y enemigos fueran vencidos mediante la combinación de coacción, terror contra la población civil y construcción de hegemonía mediante los medios masivos de comunicación.
Y ciertamente hoy, el legado del Proceso de Reorganización Nacional como un antes y un después de nuestra historia reciente, nos debe llevar a repensar la importancia de la construcción del Estado Social y Democrático de Derecho en Argentina, enmarcado en el Sistema Universal de Derechos Humanos y en los Pactos, Convenciones e Instrumentos Internacionales existentes para que el Nunca Más al Terrorismo de Estado sea una realidad palpable en nuestras débiles democracias representativas, a las que Noam Chomsky y Andre Gunder Frank nominaran como democracias de baja intensidad.
Y es que a 43 años del último golpe de Estado vivido en nuestro país, las secuelas del neoliberalismo y del Terrorismo de Estado perduran a distintos niveles, que van desde la continuidad jurídica de múltiples leyes de la dictadura hasta la permanente debilidad de nuestras instituciones democráticas, con el agravante de una matriz económica apenas modificada (la así llamada Pink Tide o Marea Rosa de los gobiernos progresistas latinoamericanos, fue de una manera u otra ortodoxa en su proyección económica, basando el desarrollo interno en el neo-extractivismo) y permanentes cotos de violencia institucional que se manifiestan hasta el día de hoy en el gatillo fácil, la criminalización de la pobreza (y de la legítima protesta), la corrupción estructural dentro de nuestras fuerzas de seguridad y un sistema judicial poco confiable.
La Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), en su Archivo de Casos de Personas Asesinadas por el Estado (Actualización 2017), establece que desde el año 1983 hasta noviembre de 2017 han sido asesinadas por el Estado 5.462 personas, habiéndose producido el 58 % de las muertes durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, pero teniendo una escalada y un pico proporcional en los dos primeros años de gestión macrista: allí se registraron el 13,27 % de los asesinatos perpetrados por agentes estatales en democracia y eso equivaldría a la escalofriante ratio de una muerte por día durante los dos primeros años de la Alianza Cambiemos en el poder. A ello habría que sumar el procesamiento de los/as luchadores/as sociales y aquellos/as que podrían ser calificados como presos/as políticos/as en democracia: para finales de 2015 se calculaba en 5.000 el número de procesados y hacia agosto de 2017 se hablaba de la existencia de 14 presos políticos en el país.
Las violaciones a los Derechos Humanos siguen sucediendo en democracia y esto es un hecho incontestable, ya sea que hablemos de administraciones nacionales progresistas o no, por lo cual, quizás haya llegado el tiempo de hacer memoria en un pasado que está allí latente, pero que nos conmina a construir un futuro distinto más humano y emancipado. El ajuste estructural propio de las dinámicas de las “democráticas” economías de mercado y la represión estatal, son dos caras de la moneda que hoy se manifiestan con fuerza en la administración Macri, ya que los procesos de mercado obligan a determinado tipo de direccionalidad política, donde la seguridad jurídica para las inversiones extranjeras directas, los costos salariales bajos y un modelo sindical burocrático aliado del gran capital, se constituyen en pilares centrales de la recomposición que el capital necesita para reproducirse después de la crisis estructural del sistema iniciada a escala global en el 2008.
Este 24 de marzo debe llevarnos a hacer memoria por los 30.000 desaparecidos/as, sus vidas, sus compromisos y sus luchas, desde aquellos/as que conscientemente luchaban con distintos métodos por un mundo mejor hasta esos/as otros/as represaliados/as por una máquina estatal dispuesta a generar terror en el conjunto de la población civil, con el objetivo de disciplinar los cuerpos y las consciencias de los/as trabajadores/as en pos de la instauración del mercado total. Ello también debe recordarnos que los juicios contra crímenes de lesa humanidad iniciados después de la derogación de los indultos y las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, sólo constituyen mojones en un largo camino social destinado a terminar con la impunidad y la violencia institucional que aún perdura entre nosotros.
Por ello, el 24 de marzo repetiremos una vez más en las calles, para hacer memoria, clamar por la verdad y luchar la justicia en este tiempo:
¡30.000 compañeros desaparecidos, presentes, ahora y siempre!
*Luis Vázquez, Secretario de Derechos Humanos de la CTAA Rosario e integrante del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH)