31 de agosto de 2011, por Matías Cremonte | Originariamente, la fuerza de trabajo era adquirida por los empresarios como cualquier otra mercancía. El mercado lo regulaba todo, incluso los salarios. Pasaron dos guerras mundiales, una revolución socialista y mucha sangre de trabajadores fue derramada, para que el Estado intervenga en la conflictiva relación entre el capital y el trabajo.
Ya se había teorizado sobre la necesidad de fijar un precio mínimo a esa mercancía, el trabajo humano, y sobretodo, acerca de cómo calcular su valor; pero fue sólo hacia los años 30 que el propio sistema capitalista resolvió la cuestión. Estados Unidos, estaba sumida en una de sus crisis económicas más profundas, y en 1933 Franklin D. Roosvelt fue electo presidente.
Inspirado en las ideas de Keynes, tomó una serie de drásticas medidas económicas, entre las que sin dudas sobresale la fijación de un salario mínimo que, en sus palabras, “no solamente permita la subsistencia, sino que hagan posible una vida decente” a los trabajadores.
Esta medida perseguía la elevación del poder adquisitivo de los salarios y aumentar consumo interno, generando de esta manera más demanda y, por ende, más trabajo.
Agregó Roosvelt en su primer discurso que “ningún comercio, cuya existencia dependa del pago de salarios menores que los suficientes para la vida a sus obreros, tiene derecho a continuar en este país”.
En Argentina, algunos años después, en diciembre de 1945 y luego de una gran movilización obrera, se aprobó el Decreto 33.302/45, que había dejado redactado Juan D. Perón antes de renunciar a la Secretaría de Trabajo y Previsión, 17 de octubre mediante.
Una huelga general que enfrentó un lock out patronal en enero de 1946 logró imponer la vigencia de ese salario mínimo, a pesar de las vociferaciones patronales acerca de la imposibilidad de pagarlo, muy similares a las actuales.
En febrero de ese año Perón ganó las elecciones, en gran medida -cómo negarlo-, gracias a la sanción de ese decreto, viejo anhelo del movimiento obrero.
El decreto de Perón estableció que “Salario vital mínimo es la remuneración del trabajo que permite asegurar en cada zona, al empleado y obrero y a su familia, alimentación adecuada, vivienda higiénica, vestuario, educación de los hijos, asistencia sanitaria, transporte o movilidad, previsión, vacaciones y recreaciones”.
Esa norma perduró muchos años, y desde 1974, cuando se sancionó la Ley de Contrato de Trabajo, para nuestra legislación salario mínimo vital y móvil es “la menor remuneración que debe percibir en efectivo el trabajador sin cargas de familia, en su jornada legal de trabajo, de modo que le asegure alimentación adecuada, vivienda digna, educación, vestuario, asistencia sanitaria, transporte y esparcimiento, vacaciones y previsión” (art. 116).
Es decir, hace más de medio siglo que en Argentina y en el mundo capitalista occidental se estableció que el valor de la fuerza de trabajo es la suma de dinero necesaria para cubrir esas necesidades. Obviamente, debido a la inflación, esa suma varía.
Según un cálculo del Instituto de Estadísticas de la Universidad Nacional de Rosario, en diciembre de 2010, la suma necesaria para cubrir las necesidades que estipula la Ley de Contrato de Trabajo como previstas por el Salario Mínimo Vital y Móvil era de $ 5.000. Otros cálculos recientes rondan esa cifra, pero es indudable que para vivir dignamente, esto es, alquilar una vivienda, vestirse, alimentarse adecuadamente, garantizar la educación de los hijos, pagar el transporte diario, irse de vacaciones, e ir al cine, al teatro, o comprarse un libro por mes, $ 5.000 es una suma razonable.
En nuestro país, el órgano que tiene a cargo la fijación del Salario Mínimo, Vital y Móvil (SMVM) es el Consejo del Salario, que hace pocas horas, lo estableció en $ 2.300. Según vimos, actualmente la fuerza de trabajo tiene un valor de $ 5.000, pero el Consejo del Salario fijó su precio en $ 2.300, es decir, menos de la mitad su valor.
Esto significa que, a pesar de que la ley vigente establece que con el SMVM un trabajador debe cubrir todas las necesidades antes mencionadas, al fijarse en menos de la mitad de lo necesario para ello, la clase trabajadora debe prescindir de la mitad de esas garantías.
Concretamente, debe elegir entre vestirse, alimentarse adecuadamente, mandar a sus hijos a la escuela, utilizar el transporte, acceder al esparcimiento, tener una vivienda digna, irse de vacaciones, pero no todo ello, a pesar de que la Ley de Contrato de Trabajo y la Constitución Nacional hoy se lo garantizan.
Lo propio ocurre con las jubilaciones, que deben ser del 82 % móvil del salario de la actividad, y si es menor al SMVM tal su definición (según vimos, hoy debería ser de $ 5.000), debe ser igual a éste, ya que un trabajador jubilado tiene el mismo derecho que un trabajador activo a cubrir esas necesidades, lo que es imposible con los menos de $ 1.500 que actualmente reciben de haber mínimo la gran mayoría de los jubilados.
Así, gobierno, empresarios y los sindicalistas que fueron invitados a la negociación, derogaron de facto la normativa que teóricamente garantiza al conjunto de los trabajadores argentinos una vida digna.
Vale la pena recordar que tanto aquellas ideas de Perón en Argentina como las de Keynes que se implementaron en EE.UU en la década del ‘30, tenían como objetivo elevar el consumo interno, la producción, y tender al pleno empleo, y todo ello como estrategia para salir de una de las mayores crisis que el sistema capitalista registrara hasta entonces.
Ello fue acompañado de una política de control de cambios, nacionalización de la banca y tasa de interés mínima.
En el mundo actual, y la Argentina no es la excepción, los bancos y el capital financiero son los grandes ganadores del sistema, a pesar de ser los que nos llevaron a esta tremenda crisis, de pronóstico más que sombrío, por ser cautelosos en el diagnóstico.
Mientras tanto, la Unión Industrial Argentina y la Presidenta de la Nación coinciden en que el Salario Mínimo de nuestro país es el mayor de Latinoamérica.
Probablemente sea cierto, en términos reales no lo sabemos, pero lo que está claro es que mientras el salario se siga pagando por debajo de su valor, y los bancos sigan exhibiendo la mayor rentabilidad de la década, el país no está encaminado, a pesar de los discursos, en la senda del trabajo, el consumo, la producción, el pleno empleo y la distribución de la riqueza.
El Gobierno ha señalado, y los pocos estudios existentes lo avalan, que la tasa de ganancia media de los empresarios en Argentina –grandes, medianos y pequeños- es superior a la de cualquier país del mundo.
Si a eso le sumamos los balances extremamente positivos de la banca local, está más que claro que ello sólo es posible pagando la fuerza de trabajo por menos de que vale.
Debieran entonces observarse sin temor ni vergüenza las políticas que hace medio siglo sirvieron para enfrentar una de las mayores crisis, y que en estas tierras llevaron a los trabajadores a ser no sólo los mejores remunerados de Latinoamérica, sino los que se enorgullecían de tener, fruto de su trabajo, su propia casa, y de que sus hijos vivirían mejor que ellos, porque podían ir a la universidad pública, derecho al que los jóvenes chilenos aún les cuesta la vida.
No creo que las dictaduras militares ni el neoliberalismo hayan podido borrar del todo las huellas de aquella senda, es cuestión de tener gobiernos con la voluntad política de implementarlas, y trabajadores que luchen por ellas.
Matías Cremonte es Abogado laboralista. Director del Departamento Jurídico de la Asociación Trabajadores del Estado (ATE-CTA)